febrero 20, 2018
10 de la mañana. Las nubes cubren un poco el sol que golpea con un calor sofocante desde la madrugada. Llego a una gasolinera donde la fila para llenar los galones se ve extenuantemente larga. Han pasado 5 días desde que el Huracán María azotó a Puerto Rico con toda las fuerzas de sus vientos. Los daños incalculables y el desespero cada vez más presente. La angustia se podía palpar en el aire y sentir en el alma. Muchas preocupaciones rondan la cabeza de la población, en aquel instante yo solo podía pensar en las horas que estaría allí parada bajo el inclemente sol.
Un señor adulto con camisa verde y pantalón de camuflaje que le hacía juego a su sombrero llega con una niña de no más de 10 años, ponen una silla justo antes de mí y yo aún con recelo me paro atrás de ellos. La niña se sienta. Detrás de mí la fila sigue creciendo. Agarro mi teléfono. Entra un mensaje. El primero en varios días. Me sorprendo y veo que tengo una línea de señal. Me emociono y sonrío sin poder evitarlo. El señor en frente se dirige a mí y con inseguridad pregunta, “¿tiene señal?”. Sus ojos color azul claro como el cielo llaman mi atención. Le respondo que sí. Incrédulo baja la mirada. La fila avanza un poco.
Poco sabía yo que aquella felicidad sería efímera. La señal del teléfono desaparece menos de 5 minutos después. El señor me mira. Seguro pudo notar mi decepción. Con tono paciente le digo: “se fue la señal”. Encoge sus hombros y responde: “yo no he podido hablar con nadie desde antes del huracán”. Ignorante de su situación le respondo que ésta era la primera vez que yo lograba recibir un mensaje desde el miércoles en la madrugada.
Él, tratando de hacerme entender la abismal diferencia entre nuestras realidades, dice: “es que yo soy de Guayama, en la montaña”. Lo miro sorprendida y me pregunto qué hacía allí en un garaje de Bayamón. “Una hora y media de camino”, apunta. Un poco confundida le pregunto si había venido desde allá solo para conseguir gasolina. Mueve la cabeza en negación a mi pregunta mientras responde que se encuentra en Cataño con su hijo y su nieta, con la vista señala a la niña que totalmente ajena a nuestra conversación seguía sentada en la silla. Vuelve su mirada hacia mí y luego de una breve pausa acompañada por un suspiro dice, “lo perdí todo”.
Mis ojos se abrieron impactados. Mi mente quedó en blanco. ¿Qué le podía responder? ¿Cómo podían mis palabras mejorar su situación?. Bajé la mirada tratando de formar en mi cabeza algo para decir. “Lo siento mucho”, fue lo único que pude sacar de mis breves segundos que parecieron una eternidad tratando de pensar una respuesta.
Ya había pasado cerca de una hora. Las nubes se disipan y los rayos del sol queman la piel. El señor saca una sombrilla negra para cubrirse. Con especial cuidado se asegura de que la sombra también llegue a su nieta. En la entrada de la tienda, un sujeto vendía refrescos fríos.
“¿Quieres soda?”, escucho decir al señor. Al mirarlo me doy cuenta que la pregunta se dirige a mí. Lo que parecía un cuestionamiento sencillo se convierte en otro momento de confusión. Estoy parada frente a un hombre que me acaba de decir que lo había perdido todo, no dudo que su única muda de ropa era la que llevaba puesta en aquel momento, y aun así me ofrece algo desinteresadamente. Antes de poder responderle le entrega la sombrilla a la niña. Se dirige nuevamente a mí y me dice, “vélame la nena”. Procesando todavía lo que estaba ocurriendo le aseguro que cuidaría su nieta en lo que el regresaba. Comienza a caminar y mientras se aleja pregunta, “¿de cuál quieres? ¿la que haiga?”. Sonriendo a su amabilidad le digo que cualquiera. Sería el colmo que después de todo tuviese exigencias.
El hombre regresa con un refresco frío. Me lo entrega y lo abro con anticipación. Es la primera bebida que no estuviese a temperatura ambiente, y que con el calor de los días siempre se sentía más bien tibia, que tomo en días. Le agradezco y tomo un sorbo. La dulce sensación alivia el calor que se hacía más intenso.
Pasan unos minutos en silencio mientras disfruto de aquel refrescante momento. “Como una hora más”, dice el señor al ver la cantidad de personas que aún quedaban en frente de nosotros. Miro rápidamente la fila. “Yo creo que un poco menos”, le respondo tratando de dar algo de ánimo. Nos movemos a pasos lentos. La situación es apremiante para buscar tema de conversación. El más apropiado, María. “Mi primera tormenta fue cuando tenía 14 años”, comienza a contar.
Su vida parece sacada de una telenovela. Tiene 11 hermanos y él era el único rubio de ojos azules. Se ríe mientras revive su pasado. “A mí me gusta que pase esto para que aprendan”, agrega señalando a su nieta con un gesto tierno. De pronto mira hacia el frente y solo quedaba una persona antes que él. No sé cuánto tiempo pasó. Su historia me mantuvo entretenida.
“¿Cuál era tu nombre?”, pregunta. “Salomé”, le respondo. En aquel momento me doy cuenta que este hombre me contó parte de su vida, y yo todavía no tenía idea de cómo se llamaba. Antes de poder devolverle la pregunta, la mujer dirigiendo la fila nos interrumpe con un tono fuerte. “Siguiente, siguiente”, se le oye casi gritar. Entra por la puerta junto a la niña y yo quedo afuera esperando por mi turno. No fue mucho tiempo luego de que volvió a salir. Se ve apresurado. Coge sus galones y corre hacía la bomba que le dirigieron. Me mira mientras se aleja. Alcanzo a leer sus labios cuando dice “suerte”. Le devuelvo el gesto con una sonrisa y en silencio le deseo lo mejor.
Las tragedias traen consigo una ola de sentimientos que nos llevan a perder la esperanza. Sin embargo, aquel hombre cuyo nombre yo no hubiese olvidado, me enseñó que cuando de virtudes se trata, la humildad está en lo más alto de la lista. Por primera vez, agradecí que mi teléfono hubiese perdido la señal, eso me permitió conocer el lado humano y valiente de un hombre que perdió todo, menos su sentido de lucha. Entendí entonces que eso se refleja en todo el pueblo boricua, y es lo que hará que Puerto Rico se levante.
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