octubre, 25 de 2018
Quien conoce del Realismo Mágico sabe que uno de sus más grandes propósitos es mostrar algo irreal como cotidiano para expresar en un par de palabras ciertas emociones que de otra manera no se podrían explicar; así lo pensó Gabriel García Márquez cuando puso un espejo en su imaginación y le dio luz a lo que se convertiría la representación por excelencia del país que nos vio nacer a ambos, Colombia.
Entre sus imponentes montañas, vibrantes ciudades y fabulosas criaturas que se unen para crear un irresistible paisaje, Colombia esconde una realidad de la que es imposible escapar. Somos los hijos de un legado de violencia que cargamos como herencia una imagen dura de borrar.
Luego de tres años viviendo fuera de mi país natal puedo percibir cómo nos ve el mundo, y a veces, incluso servir como redentora de un mensaje que en el futuro podamos cambiar: Colombia no es lo que era en el pasado.
Sin embargo, no es justo hablar del país de la cumbia y el vallenato sin pensar en cultura. Hace unos días regresé a mi Colombia, donde Medellín nos recibió para representar a Puerto Rico en el Festival Gabriel García Márquez de Periodismo, un evento que celebra lo mejor de la profesión en Iberoamérica, y que reunió miles de visitantes que se dieron cita para aprender un poco más del “mejor oficio del mundo”. Nosotros no fuimos la excepción.
Jamás hubiese imaginado que mi crecimiento iba a ir más allá del periodismo. Luego de terminado el Festival no quedaba más que disfrutar de la ciudad de La Eterna Primavera. Hasta entonces, no había relacionado ese término con visitar uno de los sectores más marginados y azotados por la historia de la violencia, la Comuna 13.
San Javier ha sido, desde los tiempos de Pablo Escobar, un sinónimo de inseguridad, pandillas y narcotráfico. Hoy, tratan de reescribir su legado aún con un poco de recelo. La construcción de unas escaleras eléctricas en lo alto de la Comuna como solución para un medio de transporte, y la hermosa revolución artística de los grafitis en las paredes de las casas, han creado en este barrio marginado una innovadora solución turística.
Para los visitantes, en este caso puertorriqueños, la historia detrás de esta comunidad parece novelesca. Lo cierto es que las incontables series, películas y documentales han retratado este proceso como una fabula de acción, y, ¿cómo no sentirse atraído por eso? ¿cómo no querer conocer lo que hay detrás de cámaras?
Es domingo, el día parecía prometer un clima frío y lluvioso. Al bajar del metro en la última estación, el panorama se transforma. Turistas estadounidenses parados en la salida esperaban por su guía para una visita por “el barrio más peligroso del país”. Pero para nosotros, era bastante claro que la única forma de llegar hasta las famosas escaleras eléctricas era tomando un bus de servicio público.
Tal hazaña era para mí un ejercicio natural, pero uno que no hacía hace años. En Puerto Rico el transporte público es, comparado a ciudades como Medellín, casi inexistente. Luego de pagar una económica tarifa, subimos al colectivo aún sin saber exactamente donde debíamos bajarnos. Para los locales este escenario parece más que común. Sin dudar dos veces, una señora que allí iba dice: “si van para las escaleras se bajan en la próxima esquina”. Era claro que no era la primera vez que veía turistas perdidos, y su corta expresión fue un alivio a nuestra duda.
Al bajar del bus, los murales se convierten en protagonistas, casi guiando el camino por el cual se encontrará la gran atracción. “No hay pan que por bien no venga”, se leía en uno de ellos a las afueras de una vivienda. Gran parte de los grafitis son pintados por Chota, un artista callejero nacido en la comunidad y que trata de contar una historia diferente representando la memoria de su gente.
Parece irreal -pero también un poco cotidiano-. Tienen un techo para proteger su naturaleza electrónica de la lluvia, y un cuidado que da muestra de su importancia para el transporte de la comunidad. Subimos a la escalera para comenzar un ascenso que traería más sorpresas.
Estando allí parada, esperando para llegar al otro lado, pensé en Gabo y en su cuento La Otra Costilla del Hombre que, entre otras cosas dice, “se hundió en una amable geografía, en un mundo fácil, ideal; un mundo como diseñado por un niño, sin ecuaciones algebraicas, sin despedidas amorosas y sin fuerzas de gravedad”. Así, sumergida en la utopía de la sencillez del barrio, llegamos a la cima de San Javier.
El panorama de la ciudad se puede apreciar como desde ningún otro punto. La música retumbaba desde una bocina y las personas rodeaban una alfombra de colores donde dos jóvenes de la Comuna enseñaban a bailar a tres niños turistas que curiosos trataban de seguir el paso. Todo parecía divertido y tranquilo.
Casi sin darnos cuenta aparece una moto que trata de hacerse paso entre la multitud, en ella un joven con su cuerpo tatuado y sin protección alguna en caso de accidente. Dos perros se atraviesan en su camino ladrando de forma incontrolable. El hombre parece perder la paciencia. Al darse cuenta de la situación, uno de los bailarines no piensa dos veces para correr a su lado y tratar de tranquilizarlo. El segundo bailarín entiende lo que está sucediendo y trata de distraer a los niños de la escena.
“Quítelos de ahí o no respondo”, dice alterado. Entre murmullos, en un intento de no alertar a quienes allí estaban, el joven bailarín llega a lo que pareció un acuerdo con el hombre que se va enojado del lugar. En su cara, la seguridad y tranquilidad inquebrantable de quien conoce la naturaleza de su labor como líder en un sector tan vulnerable. El acto continúa como si nada hubiese pasado.
Al seguir la caminata hacia el fin de lo que se considera el sector turístico, es imposible no ver un gigantesco tucán plasmado en una pared llena de orificios pintados también de negro y naranja. No había que analizar mucho, eran impactos de bala. El mensaje era claro, la Comuna 13 ha evolucionado de la mano con su pasado. No en un intento por olvidar, al contrario, por recordar que se puede aspirar a un futuro mejor a pesar de lo vivido.
La lluvia se acercaba cada vez más. Un arcoíris se forma sobre los edificios y desde ahí, vislumbrando las casas con cientos de historias por contar, pude ver un mural a lo lejos que en rojo vivo gritaba, “The Fire of Medallo”.
Por muchos años se me había enseñado la maldad detrás de mi país, pero en aquel momento entendí que todo esto no es más que una historia de resistencia. La Comuna es el fuego que mantiene viva su identidad, lo que verdaderamente es. Al final de esta novela, la violencia no venció en el barrio.
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